Reflexiones sobre datos del Censo 2024

Vivir el Evangelio en comunidades fraternas, solidarias, misioneras y firmes en la esperanza
Los recientes datos del Censo 2024, extraídos desde la pregunta “¿Cuál es su religión o credo?”, junto a diversos estudios nacionales e internacionales, nos sitúan frente a una realidad ineludible: ha disminuido la afiliación formal a la Iglesia católica, mientras crece la adhesión a hermanos evangélicos; pero sobre todo, aumenta significativamente la población que declara no tener religión o credo. Se acrecienta también la creencia en formas de espiritualidad no institucionalizada, como energías naturales, reencarnación, rituales ancestrales y experiencias personales de fe. No se trata de una desaparición de la religiosidad, sino más bien de una profunda transformación antropológica y, por ende, también social.
Por René Rebolledo Salinas, Arzobispo de La Serena, Presidente CECh
En este contexto, se vuelve cada vez más claro que la fe cristiana hoy no se vive por herencia u ósmosis, sino por convicción. No basta haber crecido en una familia creyente, tampoco con el bautismo recibido en la infancia. Como muy bellamente lo expresó el Papa Benedicto XVI en su Carta Encíclica Deus Caritas Est:
“Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (1).
Y es que, según podemos leer en la Carta a los Hebreos: “La fe es la garantía de lo que se espera, la prueba de lo que no se ve” (Heb 11,1). Creer es un don de Dios que exige una opción personal, reflexionada, razonada y libre: ¡Es adhesión a Cristo el Señor, a su Evangelio de vida, que abre a un presente y porvenir de esperanza!
En una época marcada por el individualismo, la primacía del beneficio personal sobre el colectivo, además del temor y la desesperanza, la fe cristiana se presenta como un don que madura en el silencio, pero que se vive en fraternidad, en comunidades tal vez más pequeñas, pero vivas y creativas. Una fe que escoge conscientemente la esperanza frente al desánimo, la comunión en lugar del aislamiento, y la claridad desafiante del Evangelio ante lo líquido y ambiguo de otras propuestas actuales.
Esta realidad contemporánea parece confirmar con fuerza profética lo que un joven Joseph Ratzinger (futuro Papa Benedicto XVI) anticipó a fines de la década de 1960:
“De la crisis actual de hoy surgirá mañana una Iglesia que habrá perdido mucho. Se hará pequeña, tendrá que empezar todo desde el principio […] Perderá adeptos, y con ellos muchos de sus privilegios en la sociedad. Se presentará, de un modo mucho más intenso que hasta ahora, como la comunidad de la libre voluntad, a la que sólo se puede acceder a través de una decisión. Como pequeña comunidad, reclamará con mucha más fuerza la iniciativa de cada uno de sus miembros […] Pero en estos cambios que se pueden suponer, la Iglesia encontrará de nuevo y con toda la determinación lo que es esencial para ella, lo que siempre ha sido su centro: la fe en el Dios trinitario, en Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, la ayuda del Espíritu que durará hasta el fin. La Iglesia reconocerá de nuevo en la fe y en la oración su verdadero centro y experimentará nuevamente los sacramentos como celebración y no como un problema de estructura litúrgica […] En efecto, el proceso de la cristalización y la clarificación le costará también muchas fuerzas preciosas. La hará pobre, la convertirá en una Iglesia de los pequeños […] Ciertamente ya no será nunca más la fuerza dominante en la sociedad en la medida en que lo era hasta hace poco tiempo. Pero florecerá de nuevo y se hará visible a los seres humanos como la patria que les da vida y esperanza más allá de la muerte”.
Este “nuevo” modo de ser Iglesia, presencia esperanzada, se vive desde el diálogo, la escucha y la sinodalidad, como nos llamó a vivir el Papa Francisco y nos lo repite el Papa León XIV.
Volver al corazón del Evangelio
La Iglesia está llamada a cultivar comunidades vivas, donde la experiencia de Dios se transmita no por imposición o simple tradición, sino mediante el testimonio, la escucha y la cercanía; donde la pastoral no dé por supuesta la fe, sino que se transforme en una clave misionera orientada al acompañamiento paciente de procesos personales concretos. Comunidades que salgan al encuentro de una humanidad que sufre, como un “hospital de campaña”, llamadas a atender las heridas del mundo actual, incluidas aquellas provocadas por algunos de sus propios miembros a hermanas y hermanos de camino.
Así como Jesús eligió el camino del grano de trigo que muere para dar fruto (cfr. Jn 12, 24), también la Iglesia está llamada a abrazar esta pequeñez como fecundidad: Vivir la fe desde la convicción humilde y firme, sin nostalgias ni triunfalismos, con la alegría serena de saberse portadora del Evangelio que sigue transformando vidas.
La unidad de los cristianos, en este nuevo escenario, se convierte en un testimonio esencial. La fe vivida con autenticidad y humildad, que tiende puentes entre las confesiones cristianas y abre caminos para compartir juntos la esperanza, el amor al prójimo y el servicio a los más pobres: ¡La comunión ecuménica es hoy signo de esperanza y fuerza espiritual!
Asimismo, el diálogo interreligioso se presenta como un camino necesario para reconocer la dignidad de quienes buscan a Dios desde otras tradiciones de fe. Desde esa apertura mutua, brota una comprensión más profunda del misterio de lo trascendente, que puede impulsar un compromiso compartido por la paz, el cuidado integral de la creación y la fraternidad entre los pueblos.
Es en esta línea que podríamos reforzar el discernimiento pastoral y eclesial en Chile, a partir de las siguientes claves:
- Aceptar con realismo y esperanza que estamos en un tiempo de minorías creativas desde la fe.
- Promover una pastoral de iniciación y acompañamiento personal, centrado en Jesucristo y su Evangelio, en la que los sacramentos constituyan el lugar natural y necesario de encuentro comunitario con el Señor, y en el que la vida fraterna sea instancias de comunión y sentido, así como un camino de sanación y fraternidad.
- Fomentar comunidades pequeñas pero significativas, donde la fe se viva como experiencia vital compartida y no como mera identidad cultural.
- Acoger fraternalmente a hermanas y hermanos provenientes de otras latitudes, apreciando y valorando su cultura, tradiciones religiosas e incorporando valores de sus propias comunidades de origen.
- Cuidar y fortalecer la familia, como primera comunidad cristiana, lugar privilegiado -en especial para las niñas y niños- para el cultivo y la enseñanza de las verdades y valores evangélicos.
- Dedicar espacio, tiempo y medios a la evangelización de los jóvenes, convocados en parroquias, colegios, universidades y movimientos apostólicos; desafiándolos a acercarse especialmente a aquellos otros jóvenes que, por diversos motivos, se han alejado del Señor, de la Iglesia y de las comunidades.
- Apreciar, promover y acompañar la Piedad Popular como instancia especialmente valiosa en la vivencia de la fe, que vivamente se expresa en la masiva participación en fiestas que celebran a Cristo, la Virgen María y santos a lo largo del país.
- Reconocer y dialogar con las nuevas espiritualidades, no desde el miedo ni el rechazo, sino del testimonio humilde y confiado de quienes han encontrado a Cristo “el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6).
Hoy, como ayer, creer es un acto de libertad y amor. ¡Es un sí silencioso, cotidiano y esperanzado! Que tengamos la lucidez y la valentía para acompañar esa fe pequeña, pero auténtica. ¡Junto al Señor, podamos ofrecer al mundo -incluso en la incertidumbre- el horizonte de la esperanza cristiana!